martes, 10 de agosto de 2010

Cuando Mercedes solo era un paso en el camino de la rastrillada hacia las salinas grandes.

Según muchos historiadores, entre ellos R. Azcona, el primer explorador español que anduvo por estas pampas fue Don Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias, quien salió de Buenos Aires en la primavera de 1604, con unos 800 hombres y numerosas carretas, caballos y yuntas de bueyes. Pocos años después, en 1630, se funda la Villa de Luján, a orillas del río donde fue ultimado por los indios el capitán Pedro de Luján. Aquí en la cabecera de lo que se llamaba la línea del Oeste un lugareño de 27 años, Domingo de Izarra, nieto de uno de los compañeros de Garay en la segunda fundación de la ciudad de Buenos Aires, descubrió en 1668 las Salinas Grandes. Buenos Aires precisaba sal, no solo para la alimentación, sino también para salar carnes y cueros.

A partir del descubrimiento de Izarra, el Cabildo patrocina sucesivas expediciones. La más grande que se tiene noticias la preparó el virrey Vértiz con el propósito de traer sal de las salinas grandes (territorio ocupado por los indios). Este producto era imprescindible para los saladeros y la sal que venía de Cádiz, España era carísima. Las expediciones con ese destino comenzaron en 1716 y se repitieron periódicamente. La de 1778 estaba formada por 600 carretas con sus respectivos carreteros, 12.000 bueyes y 400 oficiales y soldados del cuerpo de Blandengues. Una cuenta simple: si una carreta desde su final hasta el cuerno del buey puntero mide unos 10 metros de largo, 600 carretas hacen un total de 6 kilómetros de expedición. ¿Qué tal? ¿Qué indio se atrevería a atacar una tropa así? Cueros, lanas, muebles, personas y hasta familias enteras eran transportadas por los caminos de la pampa No faltaba el vivo que en una de esas carretas hacía trabajar a alguna china en la profesión más vieja del mundo. Como nadie tenía reloj para controlar el tiempo que el cliente pasaba dentro de la carreta, este antepasado de los actuales caficios cortaba con su cuchillo velas de tres tamaños diferentes y el cliente subía a la carreta, con la obligación de mantenerla prendida durante su estadía, con la vela del tamaño según el dinero que había puesto y debía bajar cuando ésta se consumía. Allí se acuñó el famoso refrán o mejor dicho criollo de: hasta que las velas no ardan.

Durante el gobierno patrio se dispuso una expedición a las Salinas a cargo del coronel don Pedro A. García, quien partió el 13 de noviembre de 1810 desde la guardia de Luján, actual ciudad de Mercedes, con unos 400 hombres, 234 carretas, 2927 bueyes y 520 caballos. La ruta, que ya aparece muy bien trazada en los mapas, recibe la denominación de Rastrillada de las Salinas Grandes o “Rastrillada Grande”. Se llamaban rastrilladas, porque el paso de los indios -que volvían con las haciendas de otros- había dejado en la interminable llanura, una huella que más tarde se acentúo con el paso de las pesadas carretas. Una rastrillada que aún podemos ver en la ciudad de Mercedes es la que surge de la continuidad de la calle 26, a la altura de la cruz de palo o el aeroclub que se usa para ir a San Jacinto. Las expediciones casi siempre se iniciaban en la primavera, para aprovechar el buen tiempo. La rastrillada comenzaba en la Guardia de Luján (Mercedes), que venía a ser como la “capital del camino a Salinas”. se pasaba por la cañada del Durazno (Suipacha); por la cañada de las Saladas (entre Suipacha y Chivilcoy). Al pasar por allí en el año 1810, dice el Coronel García que “se terminaban las poblaciones...”. Se acuerdan vds., que “Una madrugada clara -le dijo Cruz que mirara las últimas poblaciones; y a Fierro dos lagrimones le rodaron por la cara”. Si trazáramos sobre el mapa de la Provincia de Buenos Aires, una recta desde Mercedes hasta Carhue, tendríamos mas o menos delineada el curso de la Rastrillada Grande, el camino a Las Salinas, que es la vía de penetración en el Oeste y constituye, a la vez, la vía principal de conocimiento, en esa época, de muchos puntos del interior de la Provincia; así como el río Salado deslindó por mucho tiempo los dominios del efectivo poder de las autoridades, con la tierra de nadie asolada por los salvajes. Mientras el Salado era una línea natural de protección y defensa, la Rastrillado Grande solo representaba una vía de penetración y conocimiento; un vector que conducía a través de las pampas, sin que las expediciones fueran dueñas del terreno que pisaban, gracias al permiso de los diferentes caciques, mediante “tratos” que significaban la entrega de yeguas, caballos, vacas, tabaco, yerba, telas, azúcar y aguardiente. Estos tratados, sin embargo, no garantizaban mucho la seguridad de los expedicionarios, porque al fin y al cabo eran “tratos pampas”, que valían menos aún que un pedazo de papel. Al producirse nuestra revolución emancipadora de 1810, el puesto más avanzado de la frontera Oeste se hallaba situado en la Guardia de Luján, hoy ciudad de Mercedes, que ya en 1780 había protegido a la Villa de Luján, de un malón que costó mas de 150 vidas de pobladores y ocasionó a la guarnición, formada por los “blandengues” -así llamados por que blandían sus lanzas a manera de saludo- cerca de 50 bajas. En el año 1823 fue atacada por más de 2.000 ranqueles la Guardia de Luján, que lo rechazó, distinguiéndose en la defensa el Capitán Carbajal y el entonces Capitán Rauch. Sobre este y otros relatos de los tiempos iniciales de la frontera Oeste, puede consultarse la obra de Alfredo A. Yribarren, “El Origen de la Ciudad de Mercedes”.

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