lunes, 15 de noviembre de 2010

Aseguremos una cultura digna a nuestras futuras generaciones.

Pocos meses atrás, el japonés Koichiro Matsuura, director general de la UNESCO, refiriéndose al orden mundial decía que "cada sociedad enfrenta los retos de transformarse en una sociedad del aprendizaje. La educación básica es la fuerza motriz de este proceso y debe movilizar a la sociedad. Los 113 millones de niños sin acceso a la enseñanza primaria y los 875 millones de adultos analfabetos evidencian el tamaño y la complejidad del problema". Es claro que estos datos involucran a los países de América Latina, por lo que es pertinente citar otra frase del discurso del mismo funcionario. Decía éste: "La UNESCO recomienda destinar el 6% del presupuesto nacional a la educación y los países pobres no destinan ni el 2%. Los japoneses (escuchemos esto) le destinaron el 33% en el período de post-guerra y hemos visto -dice Matsuura- lo que eso significó para el crecimiento del país".

No escapa que la educación y la capacitación técnica están en la base del crecimiento económico, pero tampoco ignoramos que el crecimiento sólo se convierte en desarrollo cuando está acompañado de una sostenida política de equidad en la distribución de los ingresos. En el caso concreto de nuestra región, las finalidades sociales del desarrollo se desdibujaron en la década de los 90, a punto tal que ni el más ardoroso defensor de esa ortodoxia podría decir hoy que sus resultados han concluido con un mundo más justo y más seguro. Fracasada la teoría del derrame, por la cual el puro crecimiento material redundaría en beneficio del conjunto, las consecuencias dolorosamente visibles muestran un mundo más injusto aún que en el pasado, cubierto de miserias culturales, pero también y sobre todo de desocupados, marginados, excluidos y enfermos, sin horizontes posibles de superación

Por nuestra parte, creemos que no estamos en el mundo sólo para conservar el pasado sino para construir el futuro", y una vez más ratificamos, con más fuerza hoy en que la anomia que nos invade exige de nosotros un decidido involucramiento en las políticas de cambio, no sólo como expresión de compromiso personal en la acción política, sino como generadores de opciones morales para las futuras generaciones.No existe contrasentido alguno entre progreso y la sustentabilidad. En primer lugar, por cuanto ningún se humano puede ser neutral políticamente desde que sostiene principios y valores que, así como hacen mérito de la dignidad de la persona, abominan el autoritarismo, las dictaduras, la discriminación y la injusticia. En segundo término, porque se busca alcanzar aquello que, tomando como medida el bien común de la sociedad, es razonable. Habremos de insistir sí, en legar una cultura de la protección contra toda clase de fundamentalismo, contra toda perversión del poder y contra la cínica justificación de los medios empleados para manipular al hombre, sea la tortura, la corrupción, la miseria, la desinformación o la ignorancia.

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